Llevaba ya horas lloviendo pero a la chica no le parecía importar mucho. Daba vueltas por las calles de Cacabelos sin rumbo, sin fe y sin esperanza. Pasó ya varias veces delante de la iglesia, después cruzó el puente, allí se paró por unos instantes, y luego siguió su camino por la estrecha calle tan típicamente española con lágrimas en los ojos.
De repente vio la silueta de un caballero templario en un muro corriendo hacia ella con su capa blanca y su espada alzada. Pensaba que era cosa de su imaginación, pero la imagen del caballero de verdad estaba allí en la pared de una casa.
- ¡Ojalá pudieras entenderme! – deseó la chica – cuando de repente el caballero se movió y cobró vida. Soltó un enorme grito tras la llegada de su caballo favorito que había aparecido con fuertes trotes. Agarró las riendas y se dirigió a la chica.
- Estoy a tus órdenes – dijo con determinación – y asintió levemente con la cabeza como muestra de respeto. Luego abrió la visera de su yelmo con gola, y con sus preciosos ojos de color mostaza miró a los ojos de la chica.
- Estoy profundamente triste porque no me aman. Perdí la alegría, la esperanza y mi fe. Ayúdame a encontrarlas de nuevo – pidió la chica.
El caballero subió a su caballo, tendió la mano hacia la chica y la subió al caballo delante de él.
- Iremos volando – dijo, y arremetió el caballo. Los cascos del caballo golpeaban los adoquines de la calle cuando se echó a trotar. Al salir del pueblo el caballero hizo galopar su corcel. La chica, a pesar de la acelerada velocidad, se sentía segura y sabía que el caballero daría su vida por ella.
Según iban por el camino silvestre rumbo a Pereje el caballero cada vez estaba más en su elemento. Ése era Su terreno. Allí protegía y luchaba, ayudaba y cuidaba si la situación así lo requería. La chica incluso durante el galope podía sentir en su nariz el olor del bosque, y en su boca el sabor de las castañas que cubrían el suelo.
Llegaron a Trabadelo, donde el caballo repentinamente se detuvo. El caballero se bajó de la montura y bajó a la chica cuidadosamente.
- Entraremos aquí – dijo con firmeza, señalando la taberna que tenían al lado.
El caballero entró por la puerta.
- Dos copas de vino, y agua para mi caballo – dijo deliberadamente, y condujo a la chica delante de él. Toda la sala se quedó en silencio.
El caballero observó la sala y luego se dirigió hacia la mesa de la esquina. Allí había un peregrino sentado en compañía de una copa de vino y de un perro que se estaba echando la siesta a sus pies.
- Te estaba buscando – dijo el caballero – hemos venido a por ayuda.
El peregrino levantó la mirada, y con sus ojos de color mostaza miró a los ojos del caballero. Como si se hubiera parado el tiempo en el momento en el que se vio a él mismo en los ojos del caballero.
- ¿En qué podría ayudarle yo a un caballero? – preguntó con algo de desconcierto.
- No soy yo quien necesita ayuda, sino ella - señaló la chica que iba cambiando su mirada entre el caballero y el peregrino. - Había perdido su alegría, su esperanza y también su fe.
Entonces el peregrino se levantó y le dio un largo abrazo a la chica. La abrazó con su mano derecha, mientras con la izquierda cogió su cabeza por detrás. El corazón de la chica latía muy fuerte.
- Da las gracias por todo aquello que hoy has recibido, y tendrás tu felicidad – susurró a sus oídos. – Si vives el momento, también tendrás tu esperanza. Y confía, para que se formara tu fe interior – dijo terminando su discurso. Le dio un beso a la chica en la cabeza, y luego volvió a sentarse a la mesa.
- ¿Y el amor? ¿Eso dónde lo encontrará? – preguntó el caballero.
- Eso no lo sé. Es algo que aún yo también sigo buscando – murmuró el peregrino.
- El amor no es algo que se busca – dijo la chica. – El amor está aquí, en nuestros corazones. A pesar de que el amor a veces duele, debemos abrir la puerta de nuestros corazones, y dejar que el amor que fluye de allí comprima la testarudez, la ofenda y las suposiciones – a menudo engañosas – que habitan en la cabeza. Nuestro amor sigue sin cesar y hace lo que debe, hasta que nuestro paciente corazón recibe correspondencia. El amor no pregunta, el amor no se enfada. El amor solo va adonde en el fondo de su corazón desea ir.
El caballero y el peregrino se miraron el uno al otro – ¿o a sí mismo? – atónitos y ni siquiera se dieron cuenta de que la chica había salido de la sala.
En su hogar la chica preparó una bonita corona de adviento. Durante el periodo de expectación del adviento iba encendiendo en orden las velas de la fe, de la esperanza, de la felicidad y del amor. Colocó un diminuto ángel al lado de las velas, y en sus oraciones le pedía que para Navidad se llevara su amor a tierras lejanas, y llenara el corazón duro pero digno de amar del caballero.