Cuando me bajé del coche y miré la calle estrecha curvada, el lugar me dejó encantada.

Veía casas antiguas de piedra, construidas en el mismo estilo. Afortunadamente, la modernización no las había afectado, por lo menos, desde fuera no había señales de ello. En la carretera, se encontraban dos gatos sentados con mucha tranquilidad.

Pereje.

...

En un lado de la carretera se situaba el campanario de la antigua iglesia, construida en el estilo arquitectónico característico de España. En el terreno vacío entre las casas de piedra, un árbol mediterráneo –que nunca había visto en mi vida– mostraba orgullosamente sus frutos rojos maravillosos. Los rayos del sol atravesaban su copa en forma de haces estrechos. La valla entre  la casa y la calle estaba cubierta de una capa gruesa de hiedra, que también subía a la pared de la casa de piedra vecina. Había silencio. Solo se escuchaba el gorjeo rítmico de un zarcero bereber.

En este momento se abrió la enorme puerta de madera de una de las casas, emitiendo un chirrido bajo. Detrás de la puerta había una bodega. Los barriles inoxidables modernos tenían una pinta extraña entre las paredes de piedra, el piso de tierra y las bóvedas originales del techo. El ambiente del edificio antiguo, el olor a moho, la amabilidad de nuestro anfitrión y el vino seco fresco que casi me pegaba la lengua al paladar me hicieron cambiar de humor. En este instante, a mis espaldas, se abrió lentamente una puerta interior y una anciana frágil entró en la habitación. Yo estaba en el otro lado de la bodega, por lo que, en la oscuridad, solo pude apreciar su silueta delgada y encantadora por unos minutos desde lejos. Di unos pasos hacia ella, pero ella se dio la vuelta y se marchó hacia la puerta. Aunque estaba lejos, me entraron ganas de abrazarla, pero quizá sin conocerla no lo hubiera atrevido de todos modos. Su imagen en la puerta quedó grabada en mi mente. Más tarde, cuando me acordé de esta imagen, sentía un vacío pequeño, pero profundo.

Sintiendo eso, entré en la iglesia de enfrente. Jamás había visto algo parecido. Las pequeñas dimensiones, la edad, la simplicidad y la autenticidad de la iglesia eran fascinantes. Tal vez ni llegara a comprender los valores que estaban justo ante mis ojos. El altar de cientos de años, el cáliz, las escaleras de piedra que conducían al campanario y las campanas evocaban el pasado. En el cementerio pequeño, situado en el jardín de la iglesia, las cruces de piedra estaban decoradas con pequeñas estatuas, verdaderas obras maestras. La imagen blanca de Jesús transmitía de una manera muy real la paz a los cuerpos y almas que descansaban allí. Esta visita fue muy especial para mí.

 

En unos meses, tuve la suerte de volver a ese lugar otra vez. Entonces, no pensé que habría otras sorpresas. Como era una noche fría de febrero, nuestro anfitrión nos invitó al piso cálido, arriba de la bodega. Al entrar en la habitación, me sentía como si estuviera en un cuento de hadas.

En seguida, sentí el calor en mi cara y olí la madera quemada. La chimenea tenía dos puertas  de hierro con algún escudo. Entre las puertas abiertas, las llamas brillaban con mucha intensidad. Al otro lado de la habitación, había un horno que también daba calor. En el centro, había una gran mesa, rodeada por sillas de madera antiguas. El aparador antiguo al lado de la pared contenía platos de madera blancos bien ordenados. En frente de la chimenea había un banco que no estaba ni tan cerca ni tan lejos de la fuente de calor. En uno de los extremos del banco, estaba sentada inmóvil la anciana frágil de la que me acordaba.

Intenté moverme lentamente para no molestarle. Después de mirar alrededor en la habitación, me senté en el otro extremo del banco, enfrente de la anciana. No hablábamos el mismo idioma, por lo que estaba consciente de que no podía charlar con ella. La quedé mirando en silencio. Su falda marrón y verde de cuadros le llegaba hasta las rodillas y llevaba chanclas de color burdeos sobre las medias. Su jersey verde se veía muy bien con la falda. Su pelo estaba recogido con un pañuelo detrás de sus orejas de una manera muy distinta al peinado que utilizan las ancianas en mi país.

Los hombres del grupo salieron al balcón y me quedé sola con la anciana. Como no podíamos conversar, solo estábamos allí sentadas en silencio y estábamos mirando el fuego en la chimenea. Yo en uno de los extremos del banco y ella en el otro. Cayó un silencio profundo y caluroso. El murmullo del fuego del horno se mezclaba con el ruido de las leñas ardientes en la chimenea. El sonido rítmico del reloj en la pared no alteraba la tranquilidad del lugar, pero nos llamaba la atención al paso del tiempo. Solo estábamos allí sentadas una junto a la otra sin decir nada. Mientras tanto, miraba sus manos frágiles y su cara amable. Me puse a pensar qué tipo de vida podía esconderse detrás de esas arrugas. Entonces, podía percibir la tranquilidad grandiosa y valiosa del lugar que, de un momento al otro, logró convertir los valores materiales de nuestro mundo moderno en algo sin sentido.   

Al final de la reunión, me levanté, mientras que la anciana seguía sentada. Me acerqué a ella y, para saludarle, la abracé por un momento. En este instante, la historia, cuyo inicio se remontaba a unos meses, llegó a su fin.

¡Estoy agradecida por ello!